Roberto era un niño muy curioso. Siempre que iba de paseo
con su madre observaba a su alrededor, cuando veía algo que le llamaba la
atención, abría esos inmensos ojos azules todo lo que podía y lo señalaba con
el dedo índice a la vez que daba tirones a su madre, para que le explicara qué
era aquello.
Así había aprendido el porqué la grúa se llevaba un coche
que estaba mal aparcado, cual era el motivo de que algunos perros llevaran
bozal, o qué le pasaba a Juan, el vecino del quinto, que siempre iba en silla
de ruedas.
La verdad es que Roberto era un niño muy inteligente. Era
atento, cariñoso, educado... sólo tenía una pega: Roberto no hablaba. No había explicación
para eso. Le habían hecho cientos de pruebas, y no había ninguna razón, ni
física, ni psicológica para que que no hablara.
De hecho, Roberto canturreaba, gemía, lloraba y gritaba...
incluso podía escribir su nombre con lápices de colores. Pero nunca jamás había
articulado una sola palabra.
—Seguramente estará esperando a tener algo importante que
decir —bromeaban sus tíos.
—Seguramente —respondía su madre intentando parecer alegre,
aunque por dentro siempre se venía abajo. Los niños de su edad ya mantenían
conversaciones fluidas, sin embargo Roberto le daba tirones al abrigo, en un
día de otoño, para mostrarle con el dedo, totalmente maravillado, un
triste arco iris que se reflejaba en un charco.
Pese a todo Roberto era intensamente feliz. Parecía no
importarle que los niños más mayores se burlaran de él, porque además tenía una
gran habilidad para expresar sus sentimientos y sus anhelos. Cuando tenía sed,
cuando tenía sueño, cuando quería jugar a la pelota con sus amigos. Con unos
cuantos gestos y unos graciosos ruiditos se hacía entender a la perfección.
Pero eso no bastaba. Su madre lo sabía. Igual, de momento,
podía manejarse con eso. Pero en un futuro no muy lejano, todo eso no iba a
bastar ni por asomo.
Y fue pasando el tiempo, y la cabeza de Roberto se
llenó de conocimiento. Aprendía todo lo que podía en clase, en la calle, en la
tele... y no paraba de leer todo lo que caía en sus manos. Curiosamente seguía
sin hablar, y la única palabra que era capaz de escribir era su propio nombre.
Las cosas habían cambiado. Un nuevo sentimiento había hecho
mella en él. Se trataba de la frustración.
La cabeza de Roberto era un frondoso y colorido bosque donde
moraban las más asombrosas y extrañas criaturas. Allí cada día era una
fantástica aventura. Pero no podía mostrárselo a nadie.
Hoja en blanco. Bolígrafo en mano. Toda su concentración.
Empezaba a garabatear con cuidado las letras: RO-BER-TO. Nada más.
Ya no bastaba con mostrar que tenía sed, o que quería
dormir. Necesitaba poder expresar lo que sentía. Derrochar esa imaginación que
le daba tanta felicidad, y que al mismo tiempo le hacía sentirse como el ser
más desgraciado del mundo.
Me encantaría decir que un día empezó a hablar y empezó a
contar cuentos, pero con los años la cosa no mejoró. Iba a clase y nadie sabía cómo
evaluarle, así que simplemente se sentaba a escuchar, no era mucho más que
parte del mobiliario. Se convirtió en ese chico extraño, el mudo, el friki
raro. Sus ojos azules, que antaño lucían expresivos y risueños, se convirtieron
en apáticos y opacos. Su mente seguía bullendo ambiciosa con ganas de explotar
y salpicar a todo el mundo con su maravillosa magnitud. Roberto en su
apariencia de chico tímido, raro y marginado por la sociedad, guardaba una
bestia dispuesta a comerse el mundo, esperando ansiosa a poder mostrarse.
Sus tíos ya no bromeaban. Si a estas alturas ya no hablaba,
es que tenía un problema.
Su madre ya no sufría. Ya estaba acostumbrada. Ya se había
resignado.
Cierto día de invierno, mientras Roberto devoraba un libro
en la biblioteca municipal, repleta de estudiantes preparando sus exámenes,
apareció Alicia, una extraña chica que parecía un poco perdida y aturullada por
tanta gente. Se sentó justo al lado de Roberto, ya que era uno de los pocos
sitios libres que quedaban. Por azar o destino, depende de las creencias de
cada uno, Alicia llevaba el mismo ejemplar del libro que Roberto estaba
leyendo, lo que le dio pie a iniciar una conversación.
—Mira, ¡qué casualidad!, estamos leyendo el mismo libro.
Roberto la miró y sonrió. Así empezó una amistad, en la que
se veían todas las tardes, quedaban en la biblioteca, en la cafetería, incluso
daban largos paseos por el parque. Ella le hablaba, le contaba sus historias,
sus vivencias. Él escuchaba, asentía, se asombraba y emocionaba. Por primera
vez en mucho tiempo volvía a ser feliz, porque Alicia era la felicidad en
estado puro.
Curiosamente, Alicia tenía una pega, si realmente queremos
llamarlo así: Alicia desde pequeñita no escuchaba. No es que fuera sorda. Oía
perfectamente, pero no era capaz de ordenar los sonidos y convertirlos en algo
entendible. Le habían hecho mil pruebas y había ido a dos mil terapias siempre
para llegar a la misma conclusión. Alicia era una persona totalmente normal.
Ella sabía escribir, pero todo lo que hacía era dibujar símbolos que para ella
no significaban nada.
Por eso Roberto era tan especial. Él no le hablaba con
palabras. Él le hablaba de otra forma, y le contaba cosas tan maravillosas que
pasaba las noches en vela imaginando esos nuevos mundos que él había abierto
para ella. Ellos hablaban por un canal que sólo ellos entendían y sólo ellos
eran capaces de usar.
Alicia jamás escuchó a Roberto pronunciar una sola palabra,
aunque eso le daba igual, pues no la habría entendido, pero fue ella
su medio para poder expresar al mundo todo lo que en su cabeza luchaba por
salir.
Roberto nunca escribió una línea, fue Alicia la que sin
saber lo que significaban las letras, plasmó todas y cada una de las palabras
que Roberto nunca supo decir.
Así fue como dos personas física y psicológicamente
normales, pero extremadamente especiales, encontraron la felicidad.
Sus tíos aún no se lo creen.
Su madre está muy orgullosa.
Talle de literatura de Ángel Longás - Tema "Pares de
sentidos"
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