El Sueño del Diablo.


Era grande, casi del tamaño de un poni. Su pelaje basto y negro nada tenía que envidiar a la mas oscura de las noches. Cuando aullaba sonaba de tal forma que convertía cualquier otro sonido en silencio. Sus fuertes patas terminaban en afiladas garras como las de un león. Pero definitivamente lo peor eras su rostro: sus ojos inyectados en sangre en los que se adivinaba cierta inteligencia que era pura maldad. Las fauces deformes en las que siempre rebosaba espuma espesa, dejaba que asomaran cien colmillos ansiosos de desgarrar la carne de sus víctimas. Era el horror encarnado, la bestia que solo podría proceder del mismo infierno. El can de Satanás. De hecho, por ese nombre era conocido.

—¡Pedrito, haz el favor de bajar a Satanás del sofá que lo pone perdido!

El niño miró a su perro y se encogió de hombros. Realmente daba igual dónde estuviera, siempre lo ensuciaba todo: la cocina, la cama, el baño... No entendía muy bien por que su madre se escandalizaba tanto cuando se encontraba un charco de babas en mitad del pasillo. Satanás no lo hacía queriendo y además, después de tanto tiempo, ya debería estar acostumbrada.

—Mamá, voy a bajar a darle un paseo —dijo el niño mientras apagaba la tele y cogía la correa del perro.

—Muy bien —dijo la madre desde la cocina—, pero no tardéis que la cena estará enseguida.

Pasear a Satanás era toda una experiencia; normalmente la gente se apartaba, las señoras se santiguaban, los otros niños los miraban con una mezcla de admiración y envidia. Pero los que ya lo conocían no dudaban en acercarse a acariciarlo, a rascarle la tripa y por detrás de las orejas. Fueran donde fueran, siempre eran el centro de atención, y eso a Pedrito le encantaba.

Decidió ir al parque, allí le quitó la correa para que pudiera corretear libremente, revolcarse en la hierba y jugar con otros perros. En cuanto se le acercaba uno, se tiraba al suelo con las patas arriba y se dejaba hacer cosquillas, y es que Satanás adoraba a los otros perros, a los gatos, a las palomas. Adoraba a los niños, a las señoras. Se podía decir que Satanás era un buenazo: quería y se dejaba querer por todo el mundo.

Después de un buen rato con la pelota, ya agotado el niño decidió que era hora de volver a casa. Cenaron rápido y sin rechistar enseguida se fueron a dormir.

Pedrito soñaba que era su cumpleaños y se comía una tarta de tres pisos. Acurrucado a su lado, babeando la colcha, Satanás también soñaba. Pero no era un sueño perruno, como el de cualquier perro de vecino. Su sueño era lúcido y recurrente, tan real que haría temblar al mas valiente.

Volvía a estar en el infierno, las almas torturadas gritaban suplicando ayuda. El ambiente era denso. El calor le asaba los músculos, le achicharraba los huesos. Pese a haber nacido allí, lo aborrecía, así que huía. Como cada noche escapaba: corría y corría hasta que, exhausto, perdía el conocimiento.

Cuando volvía en sí todo era distinto; el ambiente era agradable y reconfortante. La pequeña mano de un niño le acariciaba suavemente y le hacia sentir deliciosamente bien. Era lo que buscaba, a partir de ahora quería dar y tomar ese bienestar. Así quizá no tendría que regresar al infierno, pues el verdadero sueño de Satanás era poder seguir en el cielo.


Taller de literatura de Pepe de Uña - Tema "¿También los perros tienen su cielo?"

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