Literautas - escena 56 - El Alquimista.


Pese a su juventud, Constantine había amasado una gran fortuna gracias a la alquimia. Poseía un don innato para esta innovadora ciencia; sus impresionantes fórmulas asombraban por igual a propios y extraños.

Adquirió un caserón a las afueras de la ciudad, para compartirlo con Aimee, su adorada esposa. Ella lo era todo: La luz en las mañanas, el oxígeno que respiraba. Si algo hacía bombear su enamorado corazón, era el simple hecho de tenerla cerca.

Por ese motivo, el accidente resultó tan desgarrador. Sucedió una tarde de verano, los caballos asustados volcaron el carruaje. La joven terminó aplastada. «No sufrió», dijeron, «murió en el acto».

¿Cómo se podía sobrellevar una pérdida tan grande?, ¿cómo lo hacía el resto de la gente? Constantine no se lo explicaba, no le entraba en la cabeza. Era de locos.

Estuvo semanas paseando día y noche por su hogar, recorriendo, como un fantasma, los largos pasillos que se antojaban infinitos sin ella. Gimiendo como un alma en pena. Llorando en cada rincón. Lamentándose y retorciéndose de dolor. ¡Qué sola estaba ahora la mansión!, ¡y qué fría! Era tan grande su pesar, que estaba convencido de que no tardaría en morir de tristeza.

Poco a poco, sus sentimientos fueron haciendo estragos en su cabeza. No dormía, apenas comía. La absenta y el opio se convirtieron en sus más fieles aliados a la hora de alejarse de la horrible realidad en la que se había convertido su vida.

Quizá su problema fue que no le dejaron ver el cadáver de Aimee: «Un accidente espantoso», dijeron, «su cuerpo estaba destrozado». Ni siquiera el experto restaurador de la funeraria osó enfrentarse a tan colosal trabajo. O tal vez fue que dentro de su brillante mente, siempre había estado escondida una oscuridad que nadie había descubierto.

Cierta mañana, a finales de otoño, al observar su reflejo en el espejo contempló a un joven con enormes ojeras y rostro demacrado que le miraba con unos ojos llenos de rabia. No se reconoció, y lo vio claro: ¿Qué es lo que estaba haciendo? No era cualquier mindundis. Él era un genio. Sin duda, él era el único que podía arreglar esa situación. Costara lo que costara, nada le pararía hasta volver a ver a su esposa con vida.

Profanar su tumba no fue tan fácil como lo había planeado. Habían pasado varios meses y el estado de los restos de su amada hizo que su primera visión no fuera para nada el agradable reencuentro que tenía en mente. Vomitó hasta la bilis nada más abrir el ataúd, y después de llorar como un niño durante casi media hora, se armó de valor y entre lágrimas y terribles arcadas trasladó a Aimee a su sótano para comenzar los experimentos.

No tardó en acostumbrarse a tenerla ahí. Incluso su nauseabundo olor le inspiraba mientras estudiaba viejos manuscritos palingenésicos y reescribía sus brillantes fórmulas.

Prepararla para los ensayos le desoló, para él, esos restos putrefactos, seguían siendo Aimee. Y aunque sabía que el fin justificaba los medios, lloró por cada hueso que tuvo que moler, por cada fibra que tuvo que secar, por cada gota de sangre coagulada que tuvo que hervir y por cada cabello que tuvo que trenzar. Lloró hasta llenar las estanterías con frascos cuidadosamente envasados y etiquetados con todas las esencias de lo que una vez fue, y pronto volvería a ser, su querida esposa.

Día tras día realizó ensayos. Unas veces eran simples rutinas; otras, experimentos terriblemente complicados. Creó cientos de seres defectuosos que durante las noches invernales gritaban de agonía en el sótano, recordándole que había fallado una vez más.

Varias veces creyó haber dado en el clavo dotando de vida a criaturas casi perfectas de labios carnosos y mejillas sonrojadas. Pero no eran ella. Nunca lo eran.

Fue en primavera, al salir las primeras flores, cuando llevó a cabo el último experimento. Todo marchaba según lo previsto, Constantine era consciente de que ya no quedaba mucho de Aimee para seguir probando, pero era cuidadoso y muy constante. No había cometido errores de cálculo, y cada intento le había acercado más y más a lo que estaba a punto de suceder.

Cuando la criatura abrió los ojos y lo miró, enseguida lo reconoció. Se incorporó y lo abrazó con fuerza. Constantine rompió a llorar. Ninguno de los dos habló. No hizo falta: Era ella, ¡por fin era ella!

Se fundieron en un largo beso con el que se prometieron en silencio que ni siquiera la muerte les volvería a separar.


Escena número 56 · Noviembre 2018
Escena: un relato inspirado en la frase: "A las tres de la madrugada se escuchó un grito que provenía del sótano de la vivienda. Nadie más podía saberlo, pero el experimento había salido mal. Otra vez.".
Reto opcional: que el relato cuente una historia de amor.
El texto está corregido y modificado según los acertados comentarios de mis compañeros de taller.
Relato nº 66 -  incluido en la Recopilación de textos del taller "Móntame una escena" 
https://www.literautas.com/es/taller/textos-escena-56/

Comentarios